Que el derecho a la educación sea considerado un derecho social supone entenderlo, ante todo, como un compromiso basado en la igualdad que nos reconocemos recíprocamente como ciudadanos. Esta reciprocidad implica que estos derechos y la educación en particular, tienen una dimensión colectiva que excede el interés puramente individual.
Este caso nos permite preguntarnos no sólo por el mejor modo en que la nueva Constitución debe reconocer esta dimensión del derecho a la educación, sino también evaluar cómo se conjuga la participación de los privados cuando estamos en presencia de derechos sociales y cómo balancear las dimensiones privadas y públicas cuando hablamos del derecho a la educación.
Lo anterior no implica que la provisión del derecho a la educación deba ser monopolizada por el Estado. Parte importante de los sistemas de educación es la participación de múltiples proyectos educacionales tanto estatales como privados. Sin perjuicio de lo anterior, parece atendible que, en la provisión de derechos sociales como la educación, la participación de proyectos educacionales privados debe someterse a ciertas exigencias que resguarden esa dimensión colectiva de todo derecho social. Muchas veces, se pueden producir tensiones o conflictos entre los intereses colectivos detrás del derecho a la educación entendido como derecho social y los valores y principios propios de los proyectos educativos individuales o de algunos grupos humanos.
Un ejemplo puede ayudar a comprender mejor esta idea. En los EEUU se ha venido debatiendo la libertad de los colegios y familias para educar a sus hijos conforme a los valores y principios propios de cada comunidad religiosa bajo el argumento de la libertad de los proyectos educacionales. Como dijimos, esto puede entrar en tensión con la dimensión colectiva de una educación pública en la medida que en el derecho a la educación también confluyen valores y principios de la comunidad toda que son importantes transmitir y enseñar.
Uno de esos conflictos dice relación con la libertad religiosa y se ejemplifica bien en el caso Edwards v. Aguillard de 1987. En el Estado de Luisiana en los años 80 se publicó una ley de enseñanza denominada la “ley creacionista”. Esta ley prohibía que el sistema de educación enseñara en las escuelas la teoría de la evolución a menos que, junto con esa teoría, los establecimientos enseñaran la teoría creacionista. La ley hacía semejantes, en términos de evidencia científica, ambas teorías y obligaba a los establecimientos a enseñarlas como equivalentes. Un grupo de apoderados y profesores impugnaron esta ley acusando que se vulnerara la Primera Enmienda constitucional, la que prohíbe a los estados, entre otras cosas, a establecer una religión oficial o favorecer frente a otras creencias (religiosas o no religiosas). Finalmente, la Corte Suprema Federal, el máximo tribunal de los EEUU, declaró que la “ley creacionista” vulneraba esa prohibición al favorecer un credo religioso, bajo la excusa de estar amparado en la libertad religiosa y en la libertad de proyectos educativos frente al estado.
Este caso nos permite preguntarnos no sólo por el mejor modo en que la nueva Constitución debe reconocer esta dimensión del derecho a la educación, sino también evaluar cómo se conjuga la participación de los privados cuando estamos en presencia de derechos sociales y cómo balancear las dimensiones privadas y públicas cuando hablamos del derecho a la educación.