Una de las manifestaciones del principio de igualdad en contextos de democracias constitucionales, es la igualdad de oportunidades, especialmente en lo referido a la posibilidad de todas las personas para acceder a posiciones más ventajosas sin otro constreñimiento que el esfuerzo o talento personal. Por lo mismo, esta manifestación del principio de igualdad prescinde de cualquier privilegio o ventaja que no sea “merecida” o ganada de acuerdo a criterios compartidos por la comunidad.
La igualdad de oportunidades, en consecuencia, mira a las condiciones iniciales o de partida de los procesos de distribución y acceso a beneficios u oportunidades, y no considera, al menos en términos sustanciales, los resultados de esos procesos institucionales de distribución. Dicho de otra forma, ahí donde hay merecimiento, hay un resultado justo sea cual fuere. Por lo mismo, la igualdad de oportunidades permite resultados desiguales pues lo que se busca es una igualdad al inicio de la carrera, no en la meta.
La igualdad de oportunidades, en consecuencia, mira a las condiciones iniciales o de partida de los procesos de distribución y acceso a beneficios u oportunidades, y no considera, al menos en términos sustanciales, los resultados de esos procesos institucionales de distribución (por ejemplo, acceder a mejores trabajos, premios asociados a desempeño académico o laboral, mejores salarios o acceso a mejores bienes, por nombrar algunos). Dicho de otra forma, ahí donde hay merecimiento, hay un resultado justo sea cual fuere. Por lo mismo, la igualdad de oportunidades permite resultados desiguales pues lo que se busca es una igualdad al inicio de la carrera, no en la meta.
Ahora bien, en Chile y de acuerdo a múltiples mediciones por organismos oficiales nacionales e internacionales, la igualdad de oportunidades dista de ser un principio que se cumpla satisfactoriamente. Solo por nombrar un par de ejemplos (dentro de una lista larga), la OCDE mostró que la brecha de ingresos entre el 10% más rico y el 10% más pobre es de las más grandes de la OCDE, siendo un 65% más grande que el promedio de países de esta organización. En Chile, un trabajador que está en el 10% de salarios más altos obtiene una remuneración cercana a 8 veces más alta que un trabajador en el 10% de salarios más bajos.
En la educación la desigualdad de oportunidades es aún más significativa y ha sido profusamente discutida y estudiada, por ejemplo en el conocido informe Desiguales del PNUD. Solo por poner un ejemplo, la desigualdad de oportunidades en términos de resultados académicos está medida en función de la brecha entre el quintil más rico y el más pobre. El promedio de los países desarrollados, según este informe, es una brecha de alrededor 20 puntos porcentuales, mientras que en Chile es cercano al 45%, ocupando el quinto peor lugar de la OCDE para el 2015. Todo esto repercute en las trayectorias y oportunidades de las personas para poder acceder a las ventajas que entrega la sociedad.
Estos son ejemplos que permiten preguntarse por el real cumplimiento del principio de igualdad de oportunidades. Sin embargo, y contrario a lo que pudiese pensarse, el relato detrás del principio de igualdad de oportunidades tiene un asidero en las narrativas biográficas de las personas pertenecientes a los grupos sociales más desaventajados. Según lo mostró el informe del PNUD, previo al estallido social de octubre de 2019, cerca del 84% de las personas estaba de acuerdo con la afirmación “las personas que trabajan duro merecen ganar más que las que no lo hacen” y un 93% estaba de acuerdo con la expresión “la mejor forma de progresar en la vida es esforzarse por emprender, capacitarse y trabajar duro”.
En definitiva, el principio de igualdad de oportunidades dista de ser, en los hechos, un estándar efectivo que funcione y, sin embargo, su narrativa permea la sociedad de manera muy preponderante. En tú opinión, ¿qué explicaría esta asimetría entre la realidad y la manera como concebimos la relevancia de este principio?